"Del salón, en el ángulo oscuro..."


Campea a sus anchas el trasiego de la gran ciudad. Navego entre los cuerpos que se empujan, anónimos, grises, por esta acera sin nombre. El viento agita sin ganas unas hojas minúsculas, secas. Quiero levantarme los párpados, quitarme el color sepia del alma con una taza de café.
Calor rancio y frío a ras de suelo. El tañir de las tazas que tocan a muerto. En la esquina, un maniquí remendado, y una mano de sarmiento que abraza una copa.

La mirada guardada en el cuarto sucio de su pasado. Un bigote manchado atestigua un esplendor de otras épocas. Y yo, Don Tancredo de barra, me siento absorbido por el vórtice de su desdicha, mientras le doy vueltas al caldo de mis pensamientos.

Balbucea palabras mudas. Quizá lamentos, reproches. En los hombros nevados la pesada carga de la culpa, ajando las clavículas. De vez en cuando un sorbo, tembloroso, taciturno, a la vez que se esboza un "puchero".

Circunstancias que aprietan, años oscuros, piscinas de alcohol, retretes inmundos inundados de lágrimas. Ese camino tronchado tiene su propio mundo, su propia noche. Yo, al otro lado, lo único que hago es asomarme por un enorme agujero, olisquear un poco su tragedia, y después sacudirme las cenizas de su alma, que navegan como las hojas de la calle.

Pago mi cuenta y allí le dejo, mascullando el hueso de su destino, mientras me pregunto cuántas veces me he podido encontrar al borde de su mismo precipicio. Apenas un resbalón hace falta para caer como él en las hieles de la amargura. Aprieto el paso y le inyecto al caminar unos cuantos zapateados de confianza...

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