¿Quién puede cambiar el lenguaje?


Vivimos tiempos en los que uno no para de sorprenderse. Como bien dijo Larra, los únicos que no se sorprenden de nada son los eruditos y los imbéciles. Los unos por estar en las cumbres donde todo es quietud y brisa fresca, y los otros porque viven metidos en sus quehaceres diarios sin preguntarse ni siquiere por qué cojones están aquí. Nosotros, "azorines en agraz", o almas de medio recorrido, seguimos parando cada cierto tiempo en las áreas de descanso de la vida para hacer alguna reflexión o para divisar el paisaje, preguntándonos y asombrándonos de cómo esta el patio patrio.
La ocurrencia de la ministra de igualdad (¿?) quedaría en mera anécdota de no ser porque desde tan encumbrada atalaya, los actos y los dictos tienen consecuencias imprevisibles e importantes. Descerrajar una majadería tal como espetar miembros y miembras puede parecer que no tiene más efecto que el de ser noticia tan breve como chusca. Pero no debemos olvidar que el lenguaje es junto con el "papeo" y el fornicio, el triunvirato vital que nos mantiene vivos en este mundo. Quizá exagere, pero muy poco.
Alguien con tan poca autoridad moral o intelectual no debe darle tanta rienda suelta a su atrevimiento. Pero con la supuesta legitimidad que dan los votos, los políticos ejercen un poder que para sí lo hubieran querido los déspotas del pasado. ¿Donde quedaron los tiempos del despotismo ilustrado? Por lo menos no les faltaba formación, ni honestidad.
¿Preguntas? A cientos: ¿Por qué se creen con el derecho a cambiar la más arraigada y tradicional forma de relacionarnos? ¿Por qué intentan que pasemos por el asqueroso aro de sus caprichos dándonos las pautas y las reglas a seguir para que no nos salgamos del guión de las modas? ¿Por qué tanta chulería y tanta ignorancia? Lo dicho. Peligroso, muy peligroso.
La incorporación de palabras nuevas a la lengua debe responder a dos tendencias con peso; la palpitación evidente y arrolladora del pueblo y la fuerza de los creadores y literatos. Cambios que deben dejarse orear al sereno de los años, que dotan de buen sabor a lo nuevo y lo dejan listo para el consumo de la tropa.
Hacer regular lo irregular, o dulcificar un sustantivo están al alcance de muy pocos. Me refiero a palabras como escribidor o nivola. Licencias literarias, sí, pero licencias mayores. Vargas Llosa o Unamuno pueden y deben hacerlo. Pero un lapsus erróneo o intencionado en un discurso de ministro de pacotilla no debe ni puede intentarlo. Porque desde el Poder no se puede cambiar el castellano por decreto. Y apelar al "cambio generacional", al nuevo rol que el hombre debe asumir, como si fuéramos extraterrestres depositados en la Tierra, es tratar a los adanes del siglo veintiuno como si fueran imbéciles con la cabeza hueca; reses a las que hay que reconducir o estabular. Pero es tan difícil nadar a contracorriente en este país donde los ríos tienen dueño y la gramática una fecha de caducidad removible.
Pero aquí estamos, en este punto del camino. Almas intermedias que no dejamos de sorprendernos y seguimos el camino siempre hacia arriba.
Me asomo por el cristal y de vez en cuando veo caer a los aristócratas de la nada hasta los cenagales de la vulgaridad. Y sólo en las noches claras, cuando reina el silencio, se aprecian las estrellas brillantes que ya han alcanzado su sitio. Eternamente.

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