VÍAS Y VIDAS

Diez de Junio de dos mil cinco.


Susana, mi inspiración, te cuento:
Desde este lugar en el limbo, sin tener los pies en la tierra, se aprecian los momentos de otra forma. Sin usar la mente. Evitando el laberinto de los remordimientos, se difuminan las nubes de los problemas cotidianos y el día luce resplandeciente.
Aquí arriba, donde señalaba el dedo de Platón, donde puedo estar por encima de todo y de todos, me puedo librar de las ataduras de la gravedad, y me nacen las palabras con increíble facilidad.
Ahora, miro por el diminuto cristal del avión y me siento aliviado de estar en ninguna parte, o como diría mi alter ego Rocigalgo, de no estar en todos los sitios. Cosas que la realidad material circunscribe por suerte, al universo de los sentimientos.
¿Lo ves? Fluyen las palabras como el agua. Es curioso. Se decantan, dóciles, en los renglones sin amontonarse, en armonía, y me ayudan a describir en esta agenda de Egypt Air lo que estoy viviendo, transportado en ella como si fuera una alfombra mágica, al país de los minaretes y de las resobadas pirámides. Voy en busca de mí mismo, expectante ante cualquier aventura que se cruce en mi camino. Encontradizo, impaciente, como una doncella joven presta a su desfloración; hastiado de la tibieza de la vida cotidiana, los mismos pasos, las mismas caras. Sin darte cuenta el cuerpo se amojama en blando de abajo a arriba, y todavía no quiero que se me esponje el cerebro. Todavía no, hasta no haber sentido la inmensidad del desierto.

22:30 El cairo.
Y quiso Alá que tomáramos tierra sanos y salvos, todos los que como yo, bolsa de viaje en mano, circulaban algo despistados, por los pasillos de este aeropuerto gris y amarillento. Todavía no me llegaba el olor de las especias. Es una obsesión que siempre he tenido. Pensaba que al llegar a Egipto olería a hierbas exóticas, a ungüento de momia, a piedra milenaria, pero aquí, reina el perfume impersonal del plástico; el plástico de cualquier sitio, y el tufo del engranaje de las escaleras mecánicas, aceite y metal. Tiene que existir algún aeropuerto con personalidad propia, me niego a pensar lo contrario. Un lugar donde se respire el aire de la tierra donde se asienta todo ese hormigón. Seguro. Mientras espero al lado de las cintas para recuperar mi maleta, intento adivinar con el rabillo del ojo la puerta que conduce al lugar donde dormitan los taxis.
Acabo de ver La Gran Esfinge. La tengo delante, idealizada, envasada al vacío, en un anuncio de una agencia de viajes. Este país lleva el maremagno del turismo tatuado en su ADN. Tantos años de estudios, de odiseas y de expolios han creado escuela. Lejos quedan los tiempos en los que las tropas de Napoleón jugaban al tiro al blanco con las narices del león dormido, o ponían las casacas limpias a secar en la sagrada piedra de los templos. Así se forjan los imperios, sobre el legado de otros pueblos.
Andaba yo en estas cosas, divagando, cuando observé a un anciano, pasajero igual que yo del vuelo que acababa de aterrizar, que fue parado por los agentes aduaneros justo en un mostrador a mi izquierda. Se le caían los papeles de las manos, y los agentes le miraban de arriba abajo, haciéndole un escáner visual, como si fueran autómatas. El viejo no acertaba a darles el documento que le pedían, quizá un salvoconducto cicatero y burocrático que le salvaría de tan incómoda situación. Pasados unos minutos le metieron en una sala, casi a empellones, y mi vista después sólo pudo toparse con una puerta cerrada y sin cartel. La imaginación, posteriormente, podía decantarse por varias posibilidades, todas ellas oscuras y sombrías, visto los pasajes iniciales del episodio.
Enganché un taxi al vuelo y en un instante nos pusimos a caracolear por las calles del Cairo. Me fijé en la tapicería, parecía cuero, y no me extrañó tratándose de un viejo Mercedes al que el tiempo y las circunstancias habían puesto en este servicio público. Pero me regaló el primer aroma de Egipto: a cuero y a mugre, a partes iguales. El nativo que lo conducía era huraño, aséptico. No giraba un ápice la cabeza, ni siquiera para mirar por el retrovisor. Pasamos por el Ramsés Hilton, por el Meridian Piramids, todos templos del lujo y de la cartera atiborrada. Son lugares que no me inspiran curiosidad alguna aunque sé que, hoy en día, gozan de más importancia que los hipogeos y las mastabas, donde yacen los verdaderos arquitectos de esta ingente cultura.

Habitación 130. Tintineaban las llaves en las manos del joven conserje. Empezó mi periplo por el mundo de la moqueta desde que puse los pies justo delante del ascensor. Existe una costumbre, copiada de los suntuosos hoteles norteamericanos, de dignificar con este alfombrado toda estancia en una habitación fuera del hogar, algo así como una intención de conservar el “calor” maternal del regazo de la casa de los padres. Yo considero que lejos de conseguir su pueril objetivo, contribuye a la proliferación de flora y fauna indeseable que, normalmente, nos quita el sueño con picores y resquemores.
Deshago el equipaje con desgana, y me tumbo en la cama derramando un cuerpo cansado, que necesitaba estar relajado un buen rato. Pongo a mi lado los papeles con direcciones, los planos improvisados sobre monumentos, algunos tiques sueltos y la cartera, preñada de billetes. Miro hacia arriba y las palabras de Susana acuden a mi mente como las abejas que regresan a un panal, exhaustas pero cargadas de alimento: “Debes salir fuera, airearte, conocer, conocerte. Egipto es increíble. Es el único país que no puede ser descrito, hay que verlo” Acompañado de otras palabras que zarandearon mi conciencia: “Mientras que no amplíes tus horizontes, creo que lo nuestro no funcionará. Yo te quiero, pero no vivimos en el mismo mundo. Mi mundo es el mundo, y el tuyo está limitado por las cuatro paredes de tu habitación”. Dolorosas pero ciertas. Por eso, aunque ya nada podrá componer lo que se deshizo por el viento de la cruda realidad, sé perfectamente que tenía razón, que debo echarme al monte de lo desconocido, de la aventura, coger un tren y que me lleve a cualquier parte, pegarle dos bofetadas a mi insulsa existencia. Aquellas palabras medicinales surtieron efecto, porque ya tengo dentro al gusano de la inquietud, y bulle por mi estómago proporcionándome un placer desconocido hasta entonces.
Es como si pudiera oler su perfume ahora mismo, ácido y salvaje. Extendí la mano fingiendo acariciar su cara, que era como una voluta de humo tierno a medio metro de mí, con esa aureola amable y sonriente que me arrebataba. Poco a poco, sin querer me iba quedando dormido, y por mi cabeza pasaba el zootropo de trenes en movimiento que me esperaría al día siguiente.

Curioso amanecer el que se vive en una ciudad desconocida cuando no se ha viajado nunca. Luchando contra la pereza me arrastré hasta el restaurante para probar el café de los egipcios, que dicho así, parece la “delicatessen” obligada por estos lares. Nada más lejos de la realidad, lo aseguro.
El plan principal y único de mi peregrinación era coger el tren en El Cairo y no parar hasta que se acabaran las vías, o hasta que el desierto, la selva, un precipicio o el borde del mar hiciera que nos detuviéramos. Creo que el destino final era Assuan, pero no me preocupé mucho de este detalle. Saqué los billetes en la estación – curiosamente poblada de canastos, comerciantes y animalejos varios – y comencé a buscar el tren donde tenía asignado el vagón y el asiento. Me sorprendió gratamente que, curiosamente, fuera un viejo “Talgo” español de los años setenta. El mundo es un pañuelo. ¡Quién me iba a decir a mí que, intentando encontrar cosas nuevas, nombres extraños o idiomas crípticos, iba a encontrarme con los entrañables vagones de la fábrica de Oñate! Sincronías de la vida. Esos asientos obedientes a la orden de media vuelta, esa generosidad de espacios, ese diseño “cum laude”. Sólo faltaba que se me cayeran dos lagrimones, suspiros de España, en el andén de un “puerto” desconocido, a mi treinta y seis años. Bromas aparte, ya dentro del tren, no tardé en acomodarme en mi butaca. Comprobé con satisfacción que los tapizados se conservaban dignos, aunque la limpieza dejaba bastante que desear, aunque, vista la tónica general, no desentonaba en absoluto. Me paseé como un mayoral en su finca de un vagón a otro, curioseando entre la gente, haciendo tiempo, hasta que llegué a la parte posterior del convoy. Un bonito cartel de La Alhambra ponía fin a este tren, tan viajero como yo, pero algo más viejo. A contraluz, y soportando los rigores del tiempo, el monumento y la foto, hermanados en este lugar, dignificaban el vacío de la última puerta, y me arrancaron la enésima sonrisa de la jornada primera y sin retorno.
Apenas iniciado el viaje, empezaron a salir a escena numerosos pedigüeños, vendedores de baratijas y toda suerte de personajes sacados de las novelas coloniales del diecinueve. Un hombre de tez oscurísima, arrugado como una pasa, me ofrecía agua embotellada y refrescos, que llevaba metidos en una neverilla mohosa. Otros, con lazarillo imberbe, vendían collares y recuerdos, demasiado estandarizados para ser hechos a mano. Sea como fuere, no compré nada, y me puse a leer “Hambre” de Hamsun, que tenía por casa en una edición viejísima. Según pasaba las hojas amarillentas, la vista se me iba hacia el viajero que ocupaba la plaza que estaba al otro lado del vagón, a mi altura.
De gesto sereno, mirada incierta, atento al paisaje heterogéneo que se nos presentaba por los cristales, me dio la impresión de que ese hombre era de la zona, un lugareño. El símbolo de Tot colgado al cuello y unas vestimentas humildes sin llegar a lo harapiento. Había leído anteriormente que se trataba del dios de la sabiduría y de la música, y que se podía representar con cabeza de babuino. Una especie de imán me tenía sujeto a la mirada de ese desconocido, y yo, abstraído por esta hipnosis desconocida, no me daba cuenta de que seguía teniendo un libro entre las manos. Se percató de mi embelesamiento, y sin sentirse sorprendido, me dedicó una sonrisa de paz oceánica, de normalidad absoluta, que ahogó el pudor que en ese envite pudiera haber sentido. Acto seguido dijo, en un perfecto castellano:
- “Buenas tardes señor. Son cómodos estos vagones españoles, eh”-
-¿Cómo? ¡Sí! ¡Por supuesto! – contesté yo, todavía con las mariposas del despiste revoloteando sobre mi cabeza.
En un principio me pregunté la razón por la cual supo que era castellanohablante, pero poco después me di cuenta de que de mi mochila sobresalían los flecos de la guía Traveler, en español, por supuesto.
- “ ¿ Va usted hasta Assuán, para navegar luego hasta los templos? Suele ser la ruta habitual por aquí.- Espetó, como si me conociera de toda la vida.
- “No. En realidad no tengo un destino fijado. Lo pensaré por el camino. Tengo tiempo, no he pedido ni cama”. Dije yo, sin ambages, sin máscaras.
- “Sabia decisión. El viaje, en realidad, es el camino en sí. Se aprende sobre el camino. Yo llevo viajando diez años, en los cuales he recorrido todo el país” - En sus palabras, se apreciaba un gesto de desahogo, de final de trayecto. “Mi proyecto acabará pronto. Ha sido difícil”.
En ese momento, el tren pasaba por una zona desértica, salpicada de vez en cuando por una cabaña destartalada, un coche o palmeras olvidadas. El sol hacía brillar con fuerza el aluminio del Talgo, pero la coraza del titán guipuzcoano nos mantenía a salvo del calor dentro del habitáculo donde se mantenía esta singular conversación. Éramos una flecha plateada de libertad, corriendo a ras de tierra por el albero terroso de las tierras del Nilo.
- “Diez años, son mucho tiempo. Debe estar usted realmente cansado y deseando llegar a su casa”
-“A mi casa voy, mi nueva casa. Una lugar que es una escuela, y lo será para todo aquel que quiera seguir las enseñanzas”.
La curiosidad y el atrevimiento corrían por mis venas como un potro al galope, y me cambié de asiento de un brinco. Giré el respaldo y me puse cara a cara con él. Llevaba un cartapacio de cuero, y noté en sus ademanes que quería abrirlo para enseñarme cual era el “proyecto”. Me sentía invadido por una fuerza superior a mí, fogosa y turbadora.
- “ Alabados sean los Dioses que comparten el firmamento. Hoy, cuarto día del solsticio de verano, después de haber recopilado el saber de mis antepasados, haber visitado las tierras bajas de Nubia, bebido las aguas del hermano Nilo, y camino de la obra cumbre de mi existencia, estoy a un amanecer de llegar a la “escuela iniciática”. Este será mi legado.”
Las palabras atronaron en la estancia con martillo de seda. Quedaron impresas en cada remache de chapa, en cada pretil, en la atmósfera enrarecida de nuestro alrededor. Juré para mis adentros que jamás se puso en el camino de hombre alguno semejante oportunidad de enganche, otro tren de la vida tan acogedor. Transcurrieron horas de comunicación plena y enriquecedora. El proyecto de aquel taumaturgo era ambicioso a la par que quijotesco y abierto. Pasaban por la pantalla de cine de las ventanillas, gente en sus afanes diarios, camellos, ráfagas de aire y polvo, algún chiquillo jugando con un perro, y nuestras cabezas dibujando sobre ella, el milagro del encuentro.

Trece de Julio de dos mil cinco.

Querida Susana:
Apoyo un pedazo de papel sobre la mesa de madera sin desbastar que utilizamos para el trabajo aquí en Sum Kiffel, lugar bautizado por nosotros hace un tiempo para fundar la Escuela. Sobra decirte que el sacramento no tenía que quitar ningún pecado original, pues esta tierra es tan digna del favor de los Dioses como cualquier otra.
Tenías razón. Vivía metido dentro de mi cáscara de huevo y no veía más allá de mis narices. Dijo un sabio una vez que no hacía falta viajar si se tenía una buena colección de libros a mano; volúmenes de Salgari, de Kipling, alguna cosa de Hemingway... no es cierto. Cambiaría toda mi biblioteca por la expansión que supone un solo viaje, una sola aventura. De hecho, lo hago. No voy a volver. Me quedo aquí. Es curioso que, una vez que me he decidido a despegar, que mis alas han cogido fuerza, en cuanto toco suelo, me quedo pegado a él. Quizá tenga la misma naturaleza que aquellos vencejos que veíamos de pequeños, desde el voladizo de tu casa, aterrizar como aviones tocados de ala, incapaces de volver a remontar el vuelo.
Me quedo Susana, amiga, y me guardo el último recuerdo de mi tierra. Aquella foto de la Alhambra en una puerta del tren que me llevaba a ninguna parte. Aquel “Talgo” errante, mercenario sobre vías extrañas, que como un tutor celoso de su pupilo, me depositó en este páramo africano.
Te doy las gracias. Desde que te conocí, mi alma se abrió al mundo desprovista de complejos; y aunque un buen día seguimos caminos distintos, deseo que encuentres tu propio tren en la vida, que te lleve, sin que te des cuenta, , remontando las colinas del destino, a ti misma.

Comentarios

Ganesh Krishnamurti ha dicho que…
Ahí es ná, el blog del Roci y yo sin enterarme. ¿Tendrá usted a bien recibir por esta su casa al elefante?, así lo espero, mientras es usted una nueva estela en la mar de mi blog, supongo que no enlazará nadie desde ahí porque lo leen uno o ninguno, no obstante no se hacen las cosas por el fruto, lo sabemos bien. A cuidarse.
Rocigalgo ha dicho que…
Pasa,pasa,pero que no sea como elefante en cacharrería.Te incorporo a mis "otros mundos" que sé que también existen, y mucho. Cero comentando, ya te digo. Esto lo pide el cuerpo y el alma que lo sostiene. Saludos.

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