Beso para el adolescente.


Fue en el asiento delantero de un Opel Corsa. Corría y discurría, creo yo, el año 1.985. La boca del Blaupunkt recibió la hostia de una música nueva, rebelde, que conectó las neuronas de una mente jóven al mismo tiempo que se conectaba la "Gibson" de Paul Stanley al amplificador de marras. Fueron años de cinta de cassette y de pirateo en el rastro; en los mentideros del Pozo, los gitanos le rascaban la barriga al tenderete y te proporcionaban el maná metalero con el que merendábamos en el parque: litros de música y rasgueos de cerveza, daba lo mismo.

Prediqué sin querer, inevitablemente, el Evangelio de Kiss a los cuatro vientos. En Madrid, desde el Puerto de la Morcuera hasta el Monte Perdido de mi Vallecas. En el pueblo, desde las lomas eternas hasta el Cerro Rodrigo, donde seguro que llegaban las ondas percusionadas de Peter Criss. No hubo amigo que no recibiera la caricia fresca de semejante bofetada. Cabriolas de ritmos sincopados, coplas de amor que llegaban allá adentro, ritmos que recordaban a la rumba perpetrada en el Baile del Violín. Lo tenía todo para marcarme, para marcarlos.


Una estrella, las alas de murciélago, otro astro plateado, la silueta de un gato. En aquellos años, una imagen impactante y un sonido que zarandea tenía que crear escuela. Por eso, los prosélitos de Kiss eramos legión. Admiración no exenta de ciega devoción. No faltaban los que presumíamos de sabernos comas y puntos de su historia o de cada canción, llevando al paroxismo lo que simplemente era "sarampión" imberbe y desenfrenado.


Imagen, música, leyenda, fuegos artificiales, integrantes que cantan ora sean guitarra ora el batería, comics con su sangre, portadas de vinilo irrepetibles, melenas que se secaban por el borde de la carretera hasta llegar al parque, primeros cigarros ya fueran rubios o "canos", litronas nocturnas marca "rebeldía", pasan los años, pasan los días...


Quince de noviembre de dos mil siete. Los huevos negros del humo de cien mil batallas. Consciente y convaleciente de mis errores aquí estoy; escribiendo sobre el grupo que alumbró mi adolescencia sin que me duelan prendas. Porque me siguen marcando la pauta como aquel día: razón para vivir, mi camino, noches locas, Dios nos dió el rock and roll. Mi hermano sigue la estela que yo dejé, contagiado también por ese virus de estrellas y explosiones. Ahora la ostia tiene forma de mortadela para máquinas, acéptalas el coche con las manos juntas, en oración, y vuelven las canciones viejas que deben volver a sonar. Amén.

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