EL CALLEJÓN DEL MOLINO

 El silencio se hace banda sonora urbana en el callejón del Molino. Hermano pobre de la calle aledaña, mismo nombre y misma estirpe, pasear por el callejón del Molino es desconectar de la maquinaria de la vida; de todo lo ruidoso, violento y montaraz de la existencia. Entre sus casas humildes se respira el aire serrano sin estar en Cercedilla, y la calorina toledana sin pernoctar en Torrijos. Es una mezcla sanfernandina, de pueblo, entre los arrabales dignísimos de una gran ciudad y la plúmbea tranquilidad de la España vaciada. Curioso nombre este, hecho ya marca, vinilo y cartel de lo políticamente correcto.

Este pasaje a la esencia de San Fernando, comparte con la zona que circunda (pero que no circuncida) al olmo viejo del parque Antonio Machado, que como bien dijo el poeta "con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas nuevas le han salido". El tridente de la Fragua, Machado y Falla conecta con el universo paralelo del Olivar y Huerta Chica, posiblemente en el Olimpo de olivares de los que disfrutaron antaño. Árbol venerado por las culturas peninsulares junto con el tejo y el castaño, era vergel antiguo en San Fernando no hace tanto, y ahora solo conservamos ciertos ejemplares como tótems de lo que fue, y el más que seguro flujo de linfa aceitosa que corre por las venas del subsuelo de este pueblo, y que va curando sus males como chamán silencioso que se mantiene en vela por los suyos.
El silencio. Ese velo de catársis que arropa al viandante en el callejón del Olivar, mientras el caminar es vía de estrellas y posible peregrinaje. El aroma de pucheros cercanos nos traslada al seno de la madre, de la casa familiar que nunca se derrumba. Los coloridos alféizares, los zócalos próximos al derrumbre pero enhiestos que protegen la casa de la inevitable humedad, cáncer de tierra que mata con caricia de ancestro. Las balconadas que se abren al cigarrillo necesario, los bolardos que evitan un abordaje que no existe, y una guardería que transita por este tiempo como parque temático abandonado. Una sensación de no querer salir invade al viandante, aunque la calle del Molino reciba cordialmente con toda su modernidad, su bien amueblada infraestructura urbana, sus edificios de una sociedad demasiado anónima. Se me clava en la mente el portal desvencijado, abierto al mundo pero cerrado a la luz, donde la vida se desarrolla como si el moho no constituyera jardín y pradera de muro. Donde ya no existe la cal ni lo cabal.
Me desprendo de esta bendita magia con el tacto de una fachada que imita a la piedra, y que la supera en dignidad y forma. Miro una persiana verde, de aquellas que tenía en mi casa de los setenta en el puente de Vallecas, hace cuarenta años, y recuerdo como aprendí a hacer el nudo de la cuerda para que se sujetara firme. Me sentí adulto al hacerlo. Callejón del Olivar, bulevar de los sueños y de lo auténtico. Hasta pronto.






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