ALBA


Todavía conservo el aroma de fresa que destilaba su piel. Fue como regresar a los más tórridos momentos de la adolescencia, donde todos los olores son amables, donde los fluidos estallan y surgen como un volcán de furia incontenible. Ahora, mientras voy conduciendo por esta carretera sin nombre, me siento triste. Soy un hombre maduro y conozco mis límites. De hecho he podido comprobar como el rodar del tiempo me ha robado fuerzas y me ha aportado mis primeros achaques. Alba , la chica de los souvenirs, la venus de sabor a fresa, me ha llevado del cielo al infierno en apenas dos días. El cielo del sexo inagotable, de la piel más tersa que he visto, un firmamento donde las gotas de sudor resbalaban por sus senos como el agua de un manantial virgen. El infierno de saber que en algunos momentos me faltaron las fuerzas, de tener que asumir su superioridad sobre mi en el lecho de la concupiscencia, en el hecho de que, posiblemente, no vaya a verla nunca más. No me queda más que recordar, para poder saborear su cuerpo, y para comprender que ella vió en mi las alas de libertad que a ella todavía no le han crecido.
Todo comenzó aquella mañana de julio, día 12. Yo tenía que atravesar medio país para poder verme con unos clientes que estaban interesados en quedarse con la explotación de unos terrenos en las ricas canteras de Las Ventas, un pueblecito toledano donde el granito es tan abundante que no dudan en utilizarlo para adoquinar las calles. Me pertreché con los catálogos, el maletín, la bolsa de aseo y ropa para un fin de semana, ya que el lunes debía regresar para retomar los aburridos asuntos de oficina. De momento me esperaba un fin de semana de invitaciones y buena labia, para poder obtener éxito en este pequeño negocio que había levantado.
Cincuenta y dos años, un matrimonio fracasado y un hijo que veo poco, esa es la trinidad reinante en mi vida, porque, desde que mi vida se truncó un buen mes de septiembre, estos tres acontecimientos han sido la realidad de una existencia bastante gris y tengo que reconocer que me he refugiado en el trabajo para separarme de la negrura de lo que he cosechado en los últimos años. Algún que otro escarceo amoroso, puntual y mojado en alcohol, ha constituido todo el bagaje de acercamiento al otro sexo que he tenido desde que la carretera se convirtió en mi oficina ambulante. Mujeres que, tan de vuelta de todo como yo, no disfrutaron casi ni del momento del orgasmo.
En fín, ahí estaba yo, descargando mi equipaje, en el pequeño hostal que me iba a servir de residencia ese fin de semana. Me recibió la señora Celia que, al igual que otras veces, me trataba como un huésped especial porque mi padre era “medio de allí” como le gustaba decir a ella. Repartí los catálogos por el pequeño escritorio y llamé por el móvil al contacto que me tenía que presentar a estos dos inversores. Como siempre comunicaba. Este hombre tiene una vida laboral tan intensa que apenas disfruta de tiempo libre. Bajando las escaleras pensé en tomar un café en un bar nuevo que habían abierto en la calle Romanos, la más grande del pueblo. Me lo dijo mi anfitriona nada más aterrizar en su casa.
Fachada de piedra y muebles toscos de madera, no podía ser de otra forma. Este pueblo se ha apuntado a la moda del turismo rural de forma tardía pero contundente. En cualquier calle te encuentras una casa rural, un albergue, una carnicería con viandas de la zona, o una tienda de regalos. Y precisamente al lado de la cafetería, pequeña pero coqueta, se encontraba un local donde podías encontrar llaveros, pulseras, colmillos de jabalí, y las más variadas formas de artesanía que yo había visto. Y entré. Jamás me podía imaginar que iba a vivir el fin de semana más intenso de mi vida. Con fuerza, apretaba el volante y me mordía los labios al recordar la primera imagen que tuve de ella: pelo negro ensortijado, escote discreto pero a reventar, y pantalones vaqueros que dibujaban unas caderas poderosas pero contenidas; veinte años esculpidos por un cincel de maestro, por una naturaleza que se mostraba generosa y sin tapujos.
Yo ya le había echado el ojo. Su jefe, pensé, sí que sabe lo que son los negocios. Disimulando cogí un folleto que no me acuerdo de que trataba y me di cuenta de que la chica estaba leyendo. Me acerqué poco a poco y me fui empapando de un perfume tan dulce como provocador; era como estar al lado de una tienda de golosinas. Olor a chicle de fresa. Ese aroma, rodeando un cuerpo de mujer de curvas imposibles me despertaba los instintos más salvajes.
Levantó los ojos y me miró con una expresión a medio camino entre la inocencia y la curiosidad pícara, y eso despertó aún más a los títeres de mi imaginación, poniendo a funcionar la máquina de imágenes calientes que suele conectarse, ajena a mi voluntad, cuando una mujer me estimula. La imaginaba arrodillada a mis pies, desabrochando con cuidado los botones de mi pantalón, y con un movimiento ágil, llevarse a la boca mi órgano y que desapareciera del todo; movimientos lentos pero cargados de vicio, la piel cediendo en cada recorrido de su mano y yo, a duras penas, conteniendo mi esencia, alargando el placer, hasta que, llegado el momento, ella se retira sin dejar el vaivén de sus caprichos y estalla el torrente que choca a borbotones contra su escote, manchando escandalosamente su camiseta.
Sí, lo reconozco, esa fue la película que recorrió mi mente en veintitantos segundos. Tengo esa costumbre. En el momento en que poso mi mirada lasciva en una hembra, los mecanismos se disparan, y en este caso, mientras ella me pregunta si quiero algo, yo estoy despojándome de los restos de una escena que me ha excitado más todavía.
Le he pedido un par de llaveros. Uno con el escudo del pueblo y otro con detalles de cuero. El olor del material también me abría las puertas para pensamientos más profundos y oscuros, qué le voy a hacer. Cuando se volvió de espaldas para cogerlos, se puso de puntillas, y en su trasero se dibujó la silueta del tanga, que sobresalía a duras penas del pantalón y me sirvió de guía para admirar el tatuaje tribal que cubría su zona lumbar. Tenía dos hoyitos que pedían a gritos que alguien se los comiera.
Son cuatro con cincuenta. ¿De donde viene usted? – me preguntó, rellenando un formulario.
Por favor, no me llames de usted, que me haces mayor- Me atreví a decir, con más vergüenza que valor, mirándola fijamente a esos ojos grandes y limpios, mientras rebuscaba en el bolsillo. Tuve que sacar varias cosas para encontrar las monedas.
Bueno, pues dame cuatro con cincuenta! –Y estalló a reír la descarada. Echándose para atrás un poco. A la vez que volvía a enderezarse, me cogió la mano, y un relámpago de electricidad me subió hasta la misma coronilla. Tuve que sonrojarme, y en ese instante ella volvió a decir:
Es una broma, perdona. Aquí no suele pasar mucha gente, e intento entretenerme con algo.
Vaya, entonces ahora querías entretenerme conmigo?- Le dije esbozando una sonrisa tan pícara como podía.
¡No! Lo que pasa es que intento estar alegre para no aburrirme. Estoy aquí siete horas y se hace muy largo. Además, no viene mucha gente a verme. Yo no soy de aquí.-
Lo comprendo, no te preocupes, yo tampoco soy de aquí, vengo el fin de semana para ver a unos clientes. De todas formas se agradece ver a alguien alegre, y si es tan guapa como tú, agradecimiento doble.-
¡Gracias! Entonces ha venido a cazar. Aquí todos los negocios los hacen cazando.- Me dijo ella, interesándose cada vez más en el tema.
No. A mi no me gusta la caza, y por lo que sé, a estos clientes tampoco, así es que comeremos por aquí, en algún restaurante.
¿Está en algún hostal, me imagino? Volvió a tratarme de usted. No dejaba de mirarme el traje, por eso pienso que se olvidó de nuestra camaradería.
Si, estoy en el Hostal de Celia. Las veces que me he venido he ido allí, y la verdad es que me trata fenomenal.¿Lo conoces?
Si, en la calle Romanos, yo vivo al lado, estoy de alquiler porque yo soy de San Sebastián pero vine aquí hace dos años. Y... bueno, la verdad es que tengo que estar un tiempo, pero luego no sé donde iré. Mientras me hablaba su cadera se inclinó a la derecha y me dejó ver parte de su vientre, terso y duro como el de una atleta. Notaba que empezaba a sentirse cómoda, y yo en ese momento era la persona más cercana que esta chica había tenido hace años. Lo detecté.
Veo que te gusta leer.-
Sí. El miedo a la libertad. ¡Vaya título, verdad!
Caray, si que da que pensar, si. Bueno, ha sido un placer hablar contigo, de verdad. Oye, si nos vemos por el pueblo nos tomamos algo y me explicas algo de la zona, ¿vale?
Vale. Que te salgan bien los negocios. Chao. Se le achinaban un poco los ojos cuando se reía. Qué mona era. Y qué atrevido había sido yo. No solía hacer propuestas así a las mujeres, o si lo hacía era con unas copas encima. Pero esta vez, sobrio y todo, me había atrevido a hacerlo. Sería imperdonable no haberlo hecho, ya me había ocurrido alguna vez que otra , con el consiguiente arrepentimiento.
Llegué a la pensión y me puse cómodo. Empecé a ordenar mis cosas y a preparar un poco la estrategia. Al cabo de un rato me metí en la ducha con las cláusulas de los contratos en la cabeza. No las tenía todas conmigo. Y no es que no fuera bueno en los negocios. Era porque no conocía las intenciones reales de mis hipotéticos compradores. Cuando se negocian productos intangibles siempre queda algo sin atar y, en este caso, tenía que tener cuidado de no dar un paso en falso.
En el momento en el que me estaba abrochando la camisa, llamaron a la puerta. Pregunté quien era y una voz femenina me contestó: -servicio de habitaciones-.
El corazón golpeaba fuerte en el pecho. Reconocí al instante la voz de la joven de la tienda de regalos. Dejando dos botones sin abrochar, me miré en el espejo de la entrada y abrí la puerta.
La misma sonrisa, las mismas caderas, las mismas curvas y el descaro totalmente desbordado. Tenía que hacer grandes esfuerzos para aparentar estar por encima de ella, dado mi edad.
Soy yo. Te has dejado las llaves del coche encima del mostrador, así es que pensé en traerlas de camino para casa.
¿Y yo como se llama? O es que el servicio de habitaciones no tiene nombre.
Alba. Para servirle a usted. Perdona, para servirte a ti.
Gracias, pero pasa si quieres un momento, y me vas contando donde puedo llevar a los clientes a comer, si no tienes mucha prisa.
Vale- Escueto y valiente. En el momento en el que pasó delante de mi, dejándome impregnado de su olor a fresa, supe que iba a tener algo con ella; y de repente, las imágenes volvieron a inundar mi mente. Posturas, gestos, gemidos, todo se concentraba en escasos segundos como adelanto a lo que iba a suceder... a lo que podía suceder.
Siéntate, por favor, ah, por cierto, yo también leí un libro de Fromm, hace tiempo: el arte de amar,¿ te suena?
Si, yo también lo he leído, es un poco complicado de leer ¿no?, pero la verdad es que decía cosas interesantes. El sillón era de dos plazas pero más bien pequeño, y nuestras rodillas casi se rozaban en aquel espacio tan estrecho. Yo seguía con la camisa a medio abrochar, y me daba cuenta de que ella , de vez en cuando, miraba la mata de pelo que asomaba, silvestre y negra. Como la conversación se mantenía amigable y cercana, un gesto involuntario, visceral, me hizo posar mi mano en su muslo. Ahí podía haber acabado todo. Pero no fue así. Ella miró la mano y se acurrucó un poco más en su sitio, y al girar de tres o cuatro frases, puso la suya sobre la mía. Ni el más mínimo gesto de pudor. Ni un asomo de tinte rojo en sus mejillas. Pero yo ya estaba rodando en una colina, cuesta abajo, y me lancé sobre sus labios con todo el atrevimiento. El sabor a fresa me estalló en la boca como una explosión de lujuria, robándole un pedazo de juventud y de vigor en un instante. Alba con sus labios envolvió los míos, y me dio el beso más húmedo y diabólico que yo he experimentado en mi vida, a la vez que me agarraba el pelo del pecho como queriendo arrancármelo. Noté como mi sexo se inflamaba escandalosamente dentro del pantalón y a continuación, su mano se posó en el bulto de mi entrepierna, arrancándome un gemido espontáneo. Sentía su respiración acelerada, y cuando se tumbó de espaldas me ofreció su cuerpo para que yo lo fuera despojando de la ropa.
Cuando le quité el pantalón pude ver que sus braguitas ya se habían mojado de deseo. Azules, mínimas, dejaban escapar un mechón de vello púbico que con rebeldía insinuaba el pecado de su tesoro escondido. Hundí mi cara en aquellos senos abundantes y recios y me entregué al placer de saborear esa carne lechosa y dulce que inundaba su sostén.
Fuera ropa. En ese instante ella miró hacia su bolso, rebuscó un poco, y me ofreció un preservativo exclamando un apresurado: ¡Toma!
De rodillas, y mirando el espectáculo que tenía delante, me acomodé aquella funda en el tallo de Jade y sin más dilación, la penetré. Exhaló un grito ahogado de placer, y con fuerza, me apretaba la parte baja de la espalda, deseando sentirme en el alma.
Minutos que no existieron porque se perdieron en nuestro clímax, que nos llegó casi a la vez. Sentí como me iba clavando las uñas en las nalgas, a la vez que, de menos a más, se derretía en un grito que tuvo que sacar, por fuerza, a mi casera de su concentrada labor de costura. Seguro. Yo no pude contenerme, y al verla en semejante gozo, me derramé como un adolescente, posando mi cabeza en la suya, compartiendo así su sudor.
Dentro de una situación mágica puede caber otra de igual naturaleza, como las muñecas rusas que encajan unas en otras. Por eso, una vez terminado el primer episodio, no tarde ni un minuto en encontrarme con fuerzas para acometer de nuevo a mi solícita hembra. De hecho y a pesar de su juventud, dominaba las artes de la reanimación sexual como una experta, y en el momento en el que su cabeza desapareció por entre mis piernas, mi tallo de jade empezó de nuevo a cobrar vida, y agradecía, creciendo, los amables movimientos de su cabeza arriba y abajo.
Y otra vez, pero en distinta postura, poseí a Alba. Mirar su tatuaje temblar entre mis manos mientras me miraba me hacía enloquecer. Las postrimerías del segundo coito fueron aun más placenteras.
Me ha gustado mucho, de verdad, eres una Diosa – le dije mientras acariciaba su brazo mientras nos mirábamos.
Ha estado muy bien, eres un toro, y muy cariñoso, ja ja.ja – Y se reía la condenada. Era una risa totalmente franca. Pero al instante volvió a ponerse mimosa:
Me gustaste desde que te ví. Desde que apareciste con ese abrigo largo, tan elegante. La gente de aquí no es muy buena. Siempre me miraron con recelo. Al final me tendré que marchar, pero....
¿Y por qué no te vas? Este pueblo no es para ti. Tienes que volar libre.
¿Cómo te llamas? Me preguntó. Enrique – Le contesté. Enrique, sólo se que algún día tendré que hacerlo. Ahora no es el momento. Más vale esperar, ahora no puedo. Contigo me he sentido como nunca. Me has hecho tuya como nadie lo había hecho. Eres un sol.
Y seguimos hablando hasta que la temperatura se nos fue estabilizando. Se vistió. Me dio un beso de amigo antes de irse por donde había venido. Estuve tentado de pedirle el teléfono, pero no me atreví. La miré hasta que se dío la vuelta y se marchó.
Al día siguiente fui a comer con los clientes y no me acuerdo de nada. Mientras discutían sobre cláusulas, decretos, costes de producción y demás zarandajas, yo tenía la mirada perdida, y recordaba cómo se movía su pelo rozándome la cara cuando yo era su montura, y aquellos senos turgentes temblando, desafiando a la gravedad mientras me comía las uvas de los racimos prohibidos.
Esta mañana, cuando salía del pueblo por la calle Romanos, he pasado por delante de la tienda, y he visto cómo colocaba catálogos en las repisas, mientras espera a que llegue alguien para que le compre un llavero. No sé que es lo que la retiene aquí, ni me interesa, pero he aprendido que, en cualquier lugar, en cualquier momento, el destino se acuerda de nosotros y nos regala instantes sublimes, placeres de dioses, que posiblemente, no se repitan más.Todavía conservo el aroma de fresa que destilaba su piel, y mientras devoro los kilómetros que me separan de la ciudad, deseo que algún otro cliente se acuerde de las canteras de este lugar y quiera verme, para poder regresar otra vez y ver a Alba, antes de que le hayan crecido las alas.

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