EL MISTERIO DE SOMORROSTRO VI

El nudo gordiano del caso Somorrostro, había encontrado un punto de distensión en el momento en que la madre de Julián Uralde, el fallecido, y Susana López, la involuntaria protagonista de esta historia, se sentaron en la terraza del Gago`s a tomarse una infusión, una mañana que se agarraba a la vertical del día, resistiéndose a su declive.
La señora Adela, mientras se tomaba la tila Pompadour de bolsita moderna (no sabía muy bien cómo enredarla en la cucharilla),le fue desgranando a su contertulia todo lo que sabía sobre las pesquisas que había realizado su hijo, teniendo en cuenta que habían sido comentarios a vuelapluma, y algunas veces, inducidos por desvelos y desesperaciones puntuales. Después, el desenlace abrupto de su muerte, la coherencia en la que había entrado su historia, y la casualidad precipitaron que buscara a aquella mujer, la del piso en cuestión, para que no se perdiera el hilo de la verdad que se estaba construyendo.
Susana, la involuntaria protagonista, un remedo de Belén Rueda proletariamente transformada, cuarenta y cuatro años, casada sin hijos ( ni “perrijos”), y dueña de una figura escultural igual de involuntaria que su implicación en este crimen, estaba alucinando con la historia: un periodista sigue el hilo de un mensaje anónimo, que le avisa de una trama de “intereses espurios” en terrenos del polígono industrial y en descampados del barrio, que derivan de unos acuerdos que se hicieron hace unas décadas ya, y por los cuales todo el barrio llevaría nombres de ciudades y pueblos vascos, no por pura admiración hacia aquella comunidad autónoma, sino como ratificación a un tipo de acuerdos, digamos, de índole económico y de configuración del terreno. Del sutil homenaje a las localidades cántabras de Copasa algo dejó, pero la investigación estaba en estado embrionario todavía.
La razón por la cual, Julián Uralde quería contactar con Susana, según le contó la trémula madre, era porque vivía en el piso de Agapita, la archivera, y no se sabe por qué pesquisa o documentación, su hijo conocía de la existencia de unas cajas con expedientes, que todavía estaban en el trastero de la vivienda, y que su dueña no se había llevado a su residencia definitiva por motivos desconocidos. Julián estaba muy interesado en leer esa documentación, porque creía que le aportaban datos muy esclarecedores de las desconocidas razones, misteriosas relaciones y sorprendentes acciones de los regidores de aquella época, junto con los constructores, urbanistas y arquitectos que diseñaron este barrio, que en un principio iba a ser una sola urbanización, y al final se multiplicó, en forma de fases, promociones y otras figuras sugerentes.
Cruzando el "Misisipi" de la Avenida de Irún, el inspector Vélez reservó su dosis diaria de churros con café, para tomarlos en el bar Monjía, donde su compañero, el ordenanza Ignacio Melero, le había indicado que el asesinado, se dejaba ver, de vez en cuando.



Él ya había estado en alguna ocasión, y siempre le llamó la atención lo devoto del paisanaje con este establecimiento, coincidiendo con la celebrada hora del botellín, a veces con doble fila, y la surtida oferta de aperitivos que allí se degustaban, con mención especial a las alitas de pollo y al mini-sándwich.
Preguntó por el chico, enseñando alguna foto, y todos le indicaron que sí les resultaba familiar. El dueño del bar, un hombre alto, con el pelo canoso, y mirada de doctor honoris causa en las vueltas que da la vida, le contó que, a veces, se sentaba en alguna mesa del fondo, se ponía a escribir o a ordenar papeles, y luego pedía la cuenta. Conocía a algún parroquiano, pero no era de alternar en demasía. Lo que más le gustaba, dicho por él, eran las carrilleras al vino tinto que prepara la cocinera todos los martes. A veces venía con su madre y comían juntos. Solo algunos viernes, prorrogaba un poco más la hora del botellín y hablaba de que estaba investigando una curiosidad de Parque Henares: el nombre de las calles, y que no podía ser casual.
Sopesando la idea de que, en algunos de esos diálogos en voz alta, la pasión o la exaltación, hubiera salpicado el debate, el inspector preguntó si alguna vez había tenido algún encontronazo o discusión acalorada con alguien. La respuesta fue que no. Estaba claro que uno de los escasos puntos de filtración de su trabajo había sido la barra de ese bar, y por eso Jorge Vélez se prometió incidir más aún, la investigación sobre el entorno del Monjía, y de la costumbre de Julián de pasar algunos ratos, disfrutando de alitas y de carrilleras.
Se despidió del dueño de la tasca, recogió su abrigo, que había dejado apoyado en un banquito de obra, al lado del ventanal. Cuando alzó la vista, pudo ver el tablón de anuncios, donde se concentraban en caótica disposición, las tarjetas de oficios, los estadillos de las porras y sorteos, y bien señalado en rojo, el siguiente mensaje: “Porra no pagada, no se cobra. No quiero tonterías”. Al enfilar los pasos hacia la salida, el rabillo del ojo le avisó de un símbolo que le aceleró el corazón repentinamente. Entre un anuncio de reformas y otro de fontanería, como si un aviso de orden, no exento de arrogancia se tratara, reinaba la pegatina de la flor de lis, cuidadosamente pegada, de color blanco, en un fondo negro de oscuridad y misterio.


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