EL MISTERIO DE SOMORROSTRO V

 Era una mañana de domingo un poco particular. Después de un amanecer borrascoso y gruñón, al crecer el día, el sol se encargó de alegrar la vida a los vecinos. La calle de Adolfo Pérez Esquivel se contagió de ese optimismo, y en su esquina, Susana se encontraba hurgando en el bolso, discriminando tiques inservibles de otros que debía conservar, por si acaso.
Buscaba el último recibo del alquiler. La dueña de su piso era una señora mayor, que vivía en Alcalá de Henares, y que tras su jubilación se mudó a un silente pueblo de Cuenca. A pesar de las subidas del mercado en los últimos años, Agapita (que así se llamaba la señora) le había mantenido el precio, y era una casera ejemplar, de las que no molestan ni ponen pegas cuando se estropea un lavavajillas. Las dos partes, inquilina y arrendadora habían conseguido la armonía perfecta del universo imperfecto de la vivienda.
A pesar de los dobleces, lo encontró detrás del todo. Se acercaba la fecha del pago y no quería que se olvidara hacerle la transferencia. Doña Agapita, antigua funcionaria de archivos, era una mujer muy ordenada, y seguro que clasificaba
perfectamente los recibos por fechas, no como Susana que para eso y para otras cosas, era un auténtico desastre.
Camino del Caixabank de Algorta, al pasar a la altura del Tierno Galván, reparó en que una señora la escrutaba, y no dejaba de hacerlo. Pasado un minuto, Susana no pudo mantener más la mirada, y la sensación pasó de la curiosidad a un cierto sobresalto. Unos metros más adelante, no pudo aguantar la tensión y miró hacia atrás. La extraña señora (que no tenía mala pinta, hay que decir) caminaba a una distancia prudencial, pero detrás de ella. Su rostro mostraba preocupación, inquietud, y parecía pedir perdón, de antemano, con su forma de moverse y de esbozar un movimiento de brazos.
Susana se giró, y aunque no le tranquilizaba su ahora perseguidora, no aceleró su paso, aunque ya vislumbraba el amarillo del cajero al que tenía que ir. En ese momento, la desconocida le dijo:
¿Susana? ¿Susana Martín? -La voz era dulce, pero con un fondo atormentado.
Ella se paró, y por un momento la distancia se quedó congelada, esperando una explicación a la tácita conexión entre las dos mujeres.
Si, soy yo.
Disculpe, hace días que estoy por estas calles. Si no la hubiera visto, habría ido a su casa directamenteVerá, esto me resulta muy difícil -la mujer sacó un pañuelo y se secó el rostro. A esta altura, ya se notaba en su cara que las noches habían sido largas para ella, y que un fondo negro se había instalado debajo de sus ojos verdes. Soy la madre del chico que murió en la Plaza de Guernica, y necesito hablar con usted de los papeles que él estaba investigando.
- ¿Cómo dice? ¿De qué papeles me habla? Discúlpeme, lo primero: Le acompaño en el sentimiento. Pero es que... no sé nada de lo de su hijo... -Susana se encontraba desconcertada. Ya había logrado olvidar, casi, lo acontecido enfrente del Heladium, pero volver otra vez a esa historia, le había despertado otra vez una tristeza innecesaria.
- Verá usted, él estaba investigando una trama de cosas feas aquí, en el barrio de Parque Henares. Me hablaba de unos expedientes que eran la prueba de asuntos que tenía que sacar a la luz, y estaba casi seguro de que alguien le podía ayudar a esclarecerlo.
¿Y yo la puedo ayudar? ¿De qué manera? Yo no tengo que ver nada con esas cosas. ¡No quiero líos!
- Gracias por escucharme al menos, no se preocupe, solo quiero saber si usted vive en la calle ____________ piso __________ . Si es así, tal y como mi Julián tenía apuntado, puede ayudarme a que no haya muerto en vano.
- Sí. Yo vivo allí, exactamente, pero ¿Qué tiene que ver mi casa en este asunto? ¿Cómo la puedo ayudar?
En ese momento, la madre cansada pareció tambalearse, y Susana rompió la distancia para cogerla, suavemente, por el brazo. Un "gracias" casi en susurro la convenció del todo, y mirando a esa pobre señora a los ojos le dijo:
Tranquila, déjeme ayudarla. Vamos allí enfrente y pedimos un vaso de agua. Cuénteme lo que me tenga que contar, pero sentada mejor que aquí de pie.
La mañana seguía su curso, impertérrita y aburrida pese a lo claro del día y la ligera brisa de poniente. El cajero fue visitado por otros vecinos, por otras manos que se aseguraban (reforzadamente) del numero PIN, y de que no lo mirara nadie.. En la acera de enfrente, dos señoras conversaban sentadas en la terraza del Gagos Pizza, y lo que en un principio parecía un encuentro forzado y casual, ahora se había tornado en unas manos que consolaban y unos ojos que buscaban cierto consuelo.

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