EL MISTERIO DE SOMORROSTRO III

 

Cuando el autobús L7 paró en la Plaza de



Guernica, emitió un largo sonido que parecía el estertor de la muerte de las máquinas.

A Susana siempre le sobresaltaba esa liberación tan estridente, de vapores y cansancios, que se producía al final del trayecto, y despertaba a algún despistado que se había quedado dormido, al son del traqueteo.

Cuando atravesó el paso de cebra, no pudo olvidar la escena vivida hace unos días. El cuerpo inerte del joven y la muchedumbre; la tensión a primera hora de la mañana; lo tétrico de la flor de lis en el abdomen. Paso al lado del parterre y el rabillo del ojo se le fue, cotilla e indisciplinado, a ver si distinguía la silueta del cadáver, delimitado por cinta blanca, como en La Novia Gitana, pero no había nada.

El caso es que, más adelante, para intentar olvidar aquella escena durante un rato, pensó en pasarse por el Alcampo a comprar algo de cenar, que se saliera de lo habitual entre semana:

- ( ¿Habrá sushi? 🍣) -pensaba, mientras caminaba, ilegalmente, por el fosilizado carril bici de la avenida. Su marido y ella tenían una especie de ceremonia secreta, con vino blanco y velas perfumadas, que elevaban a los altares de la excelencia cualquier miércoles anodino y funcionarial.

Subiendo las escaleras se encontró con su vecina Sonia, que como siempre, andaba apurada entre los deberes de las niñas y la plancha de todas las tardes:

- Yo es que entre semana, las dos lavadoras no me las quita nadie.

En la peluquería, "rabilló" a Borja haciendo un degradado de moda. A la altura de Ex Libris, un libro misterioso y vexilológico, mostraba el símbolo de la flor monárquica, como en un presentimiento

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