CONCURSO VÁZQUEZ MONTALBÁN - Relato Exprés ( Abril 2023)

 


 EL RELATO DE LA CARTA INESPERADA.

Podría escribir los versos más tristes esta tarde... pero no soy tan pesimista como Neruda.
En la bruma de grises y destellos donde estoy, me debato entre la resignación y la rebeldía; entre la incredulidad y la resistencia. Estoy ahora muy bien, ciertamente, sentado en una silla estándar y mirando hacia el firmamento blanco del gotelé del salón, con la carta del hospital tan burocrática, tan desprendida, donde me comunican que mi carcinoma no es nada amigable, y que ponen a mi disposición una estupenda cronología de "quimios" y "radios" con la que me asaetearán como a un San Sebastián cualquiera.
Es curioso pero, en mi ataraxia actual, no siento ni frío ni calor, y eso me preocupa. No han comenzado todavía a meterme detergentes por el cuerpo y ya siento como el alma se me hubiera fugado por los ventanales del miedo, anudando cualquier sábana al alféizar del espíritu pusilánime que me caracteriza, a esta insoportable capacidad para el miedo a salto de mata, presto a saltar al escenario de mi vida diaria. ¡Qué pared más fina la de mi resistencia! no me extraña que me ataquen los virus y las bacterias.
En mi posición de varón derrotado y derrengado encima de la silla, como un reloj de Dalí derramándose por los lados del respaldo, puedo observar cómo un avión cruza el firmamento de mi ventana, de derecha a izquierda, hacia la pista sur dos del aeropuerto de Madrid Barajas. En San Fernando, son silenciosos en el aterrizaje; en esa majestuosidad de buitre despreocupado, se encaminan hacia el norte sin levantar enconos ni sospechas, como si volaran de puntillas y en planeo perfecto. Arrastran en su levitación de hierro y tornillos, la calma de los turistas que vienen de regreso, cansados y con ganas de ponerse las zapatillas de casa, ir al baño con la tranquilidad necesaria, y abandonar por unas horas, quizá días, la maleta vapuleada y henchida. Los despegues son otra cosa. Hay en ellos una premura nerviosa, un avión que grita en su puñalada de aire y un ambiente de Biodramina y apresuramiento que todo lo envuelve. Ya no volveré a volar, ni de ida ni de vuelta. Me han quitado el pasaporte de un plumazo y sin consultarme si tengo algo que declarar. El cáncer es un policía de aduanas inmisericorde.
La carta sigue en mi mano, junto con las llaves y un folleto de Día, donde se resalta como excelente la oferta del kilo de paraguayas por poco más de dos euros. Aventuras de Willy Fogg las de la fruta, desde Ecuador hasta aquí. Manoseos, barcos, aviones, camiones... Fríos intensos, la soledad no buscada de las naves, ¡Qué frustración inanimada habrá supuesto el rodar de mano en mano, como la falsa moneda! Una paraguaya nunca cogerá cáncer, la fruta me refiero. A las pobres habitantes del país de Sudamérica no las libra nadie, como a mí, de esta sombra arrojada de improviso, con alevosía y negrura. De aquí en adelante, todo será chapapote de enfermedad, todo lo cubrirá, todo lo dominará, y en cierto modo no me importa. Debe ser cuestión de que esta cobardía mía innata, degenera transfigurándose en pasotismo, y esta situación lo único que me produce es que busque mejor acomodo de los pies en lo alto de la mesa.
Intento pensar en cómo salir de aquí, para visitar los últimos sitios, las calles de siempre, mi acera favorita, en una especie de despedida de las cosas inanimadas, que son las que más aprecio y tengo en valor. Mi relación con las baldosas y los alcorques viene de lejos, de los tiempos en los que me echaban de los sitios o me iba yo antes, y éstos eran los testigos de mi infamia, a los que les contaba mis cuitas y reclamaciones. Intento pensar porque estoy en una especie de meditación guiada, entre reproches y llantos contenidos, y presiento que voy a desembarcar en los acantilados de la angustia, siendo como soy, hombre con vértigo a las alturas.
Y es que debe ser, por lo que se barrunta en mi corazón, que cada vez estoy más convencido de que algo se está terminando en los adentros, y va a ser verdad lo que dice esta maldita y arrugada carta, o sea que hay células que al no poder huir de mi, han liderado una revuelta, una revolución más roja que ninguna, en la que han ido reclutando partisanos desde los pulmones hasta las regiones sureñas de la próstata, todo ello con la quema de aldeas y aberraciones varias que suelen hacer las huestes del mal. En resumen, que ya están a las puertas de "Roma" y esto pinta a que ya se está llegando al final. ¿Una pila que se acaba? ¿Una cuerda que se rompe? ¿El termostato de la decencia no ha pasado la revisión de mis pecados? Yo que sé. Y yo qué seré.
Por eso, ahora mismo, lo único que me apetece es seguir escuchando la melodía que entra a través del tabique, procedente de mi vecino y su violín. No toca mal. La escuela de música de la esquina cobra sentido universal solo por esto. Entran las notas en mi como terapia heterodoxa. Siento frío, calor, luego equilibrio de temperaturas. Solo atiendo a esa melodía que tengo clavada como una astilla de corcheas en mi cerebro. Un tímido instrumento, como de pupilo bien entrenado y talentoso, que va saltando por el pentagrama como en un fotograma de imágenes en blanco y negro. En esa escena imaginaria, se puede ver a un grupo de hombres, mujeres y niños entrando apresuradamente en vagones de tren ennegrecidos, como células invadidas, mientras la silueta de un hombre alto, elegante se perfila en una colina mirando, fumando, y calculando la jugada que les hará a los nazis para salvar unos cientos de vidas, dignificando la suya propia. De repente (imagino) el hombre robusto rompe a llorar, derribando esa virilidad fingida, como la mía cuando derramo las lágrimas del sentimental al ver una película tierna. En ese momento me doy cuenta de que, por lo menos, tengo algo, ahí adentro, que tiene valor, y que se transformará, pues dicen por ahí, que la energía no se crea ni se destruye, y vamos a darle a esa conjetura la credibilidad que se merece.
Aparto la vista de la nube de asteroides de gotelé, y finjo la contemplación de los satélites de Elon Musk. Mis últimos instantes de vida normal quiero que tengan algo de glamour, como un pensamiento Premium. Cojo el móvil del bolsillo, y después de desbloquear me ordeno mentalmente: Llama. Y lo hago. En la pantalla se iluminan las letras: Hospital del Henares. Mientras me atienden la llamada, me transporto como el buitre despreocupado, como un avión que presiente el aterrizaje, entre pijamas abiertos por detrás, goteros, olor a éter y batas impersonales.
Podría escribir los versos más tristes, Pablo, como tú hiciste, esta misma tarde, pero lo voy a dejar para más adelante.

 

 

 


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