El hilo y la distancia


Un relato escrito en una hora y ante el Tribunal...

Era primera hora de la tarde, un momento de especial sosiego en aquel pacífico pueblo meridional. Mi mano recogía la suya con especial cariño; yo diría que con devoción. Sus pequeños ojos buscaban el nido de los míos, dejándome pequeñas ráfagas de cariño y agradecimiento.
Mi tía Leo. La que tantas veces me ofreció sus manos para que pudiera dar los pasos de una niña, titubeantes. Ella, que siempre nos esperaba en su casa de Madrid, con la cazuela humeante; ese caldo gallego, Dios mío. Ahora me veo yo, como por la ventana del tiempo, fijándome en sus ojos, tan vivos como los de ahora, aunque estén, temerosos, a un paso de la muerte.
Hace calor. La chica que nos ayuda con sus cuidados ha salido un momento, y yo aprovecho para ordenar un poco la habitación, improvisada, abigarrada de trastos, de frascos, de olores. Mi tía descansa, serena, desprovista de cualquier dolor, salvo los del alma y el desánimo. En este momento, ahora mismo, puedo notar que empieza a sentir la placidez de la hora marcada; siente, como un pálpito venidero y liberador, que la hora en la que se reunirá con los suyos queda cerca. Nosotros, yo y mis hermanos, también somos “los suyos”, pero pertenecemos a otro tiempo, a otra era. La misma estirpe, pero con distintas mimbres.
Ella se acordaría, Leonor se acuerda, de sus hermanos emigrantes. Elías, el mayor, que se marchó a Cuba. Socorro, que navegó en un barco mastodóntico a Buenos Aires, junto con Agripina. Por lo menos, las dos pudieron consolar las penas o acunarse las lágrimas en un hombro que huele a la casa de madera y pino de Galicia.
De la primera despedida, siendo apenas una niña, le quedan recuerdos borrosos, mezclados con vapores extraños, y olores a puerto de partida. Elías, allá arriba, agitaba la mano, intentando resaltar entre un proceloso mar de brazos al aire, a cada cual más impetuoso, a cada cual más cargado de esperanza. Una mezcla de sentimientos la invadían, y a la vuelta, un trozo de hilo, polizón en su chaqueta, quiso quedarse con Leonor, desprendido del abrigo de su hermano, para acompañarla siempre. Aún lo guarda en una cajita, en la cómoda. Un día me lo enseñó, como si poseyera un tesoro o un dinerillo bien escondido.
Cuatro de la tarde. El calor cae a plomo sobre el pueblo que sestea. Una nube, furtiva, a lo lejos, se desvanece en tonos rojizos desconcertantes. A ratos, ella duerme, y yo sigo con este imaginar mío de una época revuelta, en puertos abarrotados, y con despedidas difíciles que tienen un complicado encaje y comprensión en el tiempo insulso que vivimos ahora. No tendría más de doce años, esta señora que tengo ahora enfrente, cuando vio partir a Socorro y Agripina. El mayor recuerdo que guarda de ellas es un nombre de mujer, repetido tantas veces, que forjó en su memoria una imagen; una forma de hermana presente con la que poder hablar y contarle sus cosas. Relatarles alguna vez que no tuvo hijos aunque se casó, y de que su marido le duró solo diez años, nada más, mira tú qué cosas. Conversaciones imaginarias, pues no las ha podido ver nunca, y sólo le ha llegado su voz en llamadas de teléfono, desperdigadas, cada veinte años.
Pero Leonor es fuerte. Puro acero orensano, como dice mi padre, y pocas veces la he visto triste o melancólica. Nosotros hemos alegrado sus veranos cuando veníamos al pueblo, y ella nos recibía regalando su marcado acento “da ponte”. Por la noche, nos contaba historias, y sacaba a la luz las fotos color sepia, arrugadas por el tiempo y las caricias. Estaban tan lejos y a la vez, tan cerca.
Ha despertado. La luz se cuela por el pasillo y resbala por su mirada. Unas pupilas que centellean me sonríen. Entonces vuelvo a coger su mano. Abro un cajón y cojo un pequeño estuche nacarado. Lo pongo en las suyas y lo abrimos, las dos a la vez, como si iniciáramos un juego secreto. El hilo suelto y simple de un algodón tan limpio. Esa distancia que no es nada cuando se guarda un vínculo tan celosamente…

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