EL MISTERIO DE SOMORROSTRO VII

 "Siempre se ha creído que existe algo llamado destino, pero es una realidad innegable que también convivimos con una realidad llamada albedrío. Lo que califica al hombre es el equilibrio entre los dos polos de esa contradicción" Gilbert Keith Chesterton.

El suelo de la Plaza de España estaba mojado municipalmente, como las calles del Madrid de la posguerra. En esta ciudad, es un minúsculo, casi ridículo camioncillo, el que pulveriza un chorro en forma de ducha hostil, mitad agua y mitad aire. Allá en la capital, in hilo tempore, el funcionario de turno empuñaba la indomable manguera, cuarteada por el uso y las batallas, como si de un caño elástico se tratara, arrastrando con su furia las colillas, las publicidades y la mugre. Son cosas del nuevo paradigma de la sostenibilidad y el ahorro. Algunas de esas gotas, como si fueran bólidos, se colaban por tandas, aprovechando la apertura ocasional de las puertas automáticas, y se estrellaban, pasadas de frenada, contra el zócalo de la maqueta municipal, aquejada como siempre, de soledad no buscada.



Susana López recogía el periódico "Soyde", del mueble de la casa consistorial, y dio los buenos días al conserje que tenía enfrente. Éste le hizo un gesto fugaz, porque estaba atendiendo una llamada que, por momentos, se le iba atragantando:

— Ya le he dicho que... ¿Me quiere escuchar un momentito? Mire; el ingreso mínimo depende del Ministerio. Aquí solo le pasamos por registro la solicitud ¿Entiende?

De camino a la comisaría de Coslada, pudo ver que la noticia del asesinato se encontraba bastante viva en los mentideros de San Fernando, y en los de la localidad limítrofe, también. Las ciudades han sido siempre, más que gemelas, mellizas, lo que explica su diferencia física y de carácter, aunque siempre conservando ese hilo misterioso que une la sensibilidad y la empatía. "El asesino de la flor de lis sigue en paradero desconocido. Las investigaciones apuntan a un móvil relacionado con una investigación periodística". Las filtraciones del expediente habían aflorado ya entre los portales y zaguanes. Como ese agua de nebulización hidroneumática disparada por el camión en miniatura, seguramente algún reportero astuto logró llegar hasta el zócalo solitario del despacho de Jorge Vélez, el inspector de policía, y consiguió arañar algunos detalles, lo bastante ilustrativos para diseminarlos como polen en primavera. O quizá, quién sabe, alguien le comentó la visita del policía al bar Monjía, la semana anterior, y los diálogos cruzados, las miradas en oblicuo, o el testimonio casual de la foto en el tablón de anuncios (la porra se paga, no quiero tonterías) con el símbolo de la flor, como alerta.

Pasado el control de entrada, el agente le indicó, sin levantar casi la mirada del móvil, donde podía encontrar al inspector:

— Primera planta, según sale del ascensor, a la derecha, despacho 332

— Gracias, pero, subiré por las escaleras...

— Vale, pues lo mismo le digo

Pánico a los ascensores. Era superior a sus fuerzas. Una tarde del mes de agosto, hace años ya, entre la quinta y la sexta planta de un hotel, en Gandía, la retiró del confortable uso de estos aparatos de por vida. Tardaron más de dos horas en rescatarla. Cuarenta grados, angustia y deshidratación avanzada.

— ¿Hola?

— Si, pase por favor

—¿Jorge Vélez?

— El mismo. Siéntese

La vecina de San Fernando que aquella maldita tarde sintió un escalofrío especial, pasado el Heladium, decidió ir a ver en persona al inspector que estaba investigando la muerte del chico, después de que la madre de éste, tomando una infusión en la terraza del Gago's, le contara la rudimentaria pero verídica versión de lo que su hijo investigaba, con el fin de que supiera, cuanto antes, que la clave se guardaba en el trastero de la joven, en forma de expedientes arrinconados. Una razón que, tristemente, acabó misteriosamente con su vida.

Pasados unos minutos de presentación, el investigador le dijo abiertamente:

— Le pediría que me dejara investigar esas cajas que se dejaron en su trastero. Yo, si usted quiere, me encargo del traslado a estas dependencias, no se preocupe. En lo que sí le insisto es en su vital importancia. Encontraremos pistas e informaciones clave, seguro, para descubrir quién y por qué asesinaron a Julián Uralde aquella fatídica madrugada.

Ella, inquieta y desesperada a la vez, le contestó con tono decidido:

— Señor Vélez. Tengo aquel episodio tatuado no, grabado a fuego en la mente, y no sé por qué. Yo no conocía a este chico, ni tengo nada que ver con la investigación que realizaba. Tan solo soy una vecina del barrio, que iba al trabajo pensando en sus cosas... el azar, la casualidad o una putada muy grande han hecho que tenga, precisamente, unos papeles en casa que tienen que ver con este asunto. Es alucinante. Yo, qué quiere que le diga, no los necesito. Es más: no quiero volver a verlos ni en pintura, con lo que, sí, lléveselos usted.

Susana no tenía pensado ni pedirle permiso a su casera, la señora Agapita. Ha lamentado cada día, después de todo lo sucedido, haber transigido con su custodia sin tener necesidad, por ser pusilánime, aunque en estos momentos, ya no había vuelta atrás sino decisiones en adelante.

— Cuando usted quiera, cuando me diga, me llama y nos pasamos a por las cajas. Y por descontado, le digo ya, que muchas gracias por colaborar con tal importante información a este caso. Tenemos que agradecer a esta casualidad, a esos encuentros, que esa señora contactara con usted, y a su vez, usted haya venido a hablar conmigo. Este es mi teléfono.

— De acuerdo. Ya sabrá usted y si no es así, ya se lo digo yo, que San Fernando puede ser caótico, anárquico, pero vivimos con tranquilidad y sin sobresaltos importantes. Somos una isla de calma entre torres, autopistas y aviones.

Mientras la joven salía por la puerta más pequeña de la comisaria, curiosamente la única habilitada para abandonar el edificio, el ordenanza Melero le dirigió una mirada desde la atalaya del balcón que se asoma desde la primera planta. Esos ojos contenían, en dosis contenidas y equilibradas, lascivia, astucia y registro notarial. Pasados unos segundos, siguió recorriendo los pasillos, silbando la melodía de "El Gato Montés".

Susana, aliviada de cierta angustia vital, cruzó la frontera de las ciudades mellizas y, ya en el Real Sitio, se dirigió a su casa. Con resignación matutina, miró el escaparate y el trasfondo de Ares Baby, pensando que un trozo de la calle Serrano es posible que esté incrustado en Gonzalo de Córdoba. El polvo de sus pasos, ya a la altura de Plaza de España, terminó de secar la humedad color pastel que mojaba el granito del suelo. Parecía que un cuadro enorme de Ana Coque, dormido en su poesía, reposaba antes de que una grúa enorme lo erigiera en plenitud. Los mirlos cantaban en solitario, como si las cotorras hubieran cogido un vuelo de ida a Buenos Aires.



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