La naturaleza imita al arte (de la guerra)

 En la casa de la carretera, hace años que se vienen rebelando las naturalezas interiores. Salen los jaramagos y los tallos vigorosos como si quisieran escapar de una leyenda oscura y ancestral. Ella nos dejó una casa intacta y una personalidad inimitable. Fue personaje y persona; lugareña, autóctona, víctima y heroína. Nunca presumió de nada, ni falta que le hizo. Fue Diógenes para su comunidad, y como el sabio de Sínope, no conoció las modas ni los protocolos. Cuando comprobó que el carro que empujaba suponía un lujo, acarreaba sus impedimentas con la mano. Y trasladó todo esa filosofía a los aspectos más personales de la vida.

Se fue sin que nadie lo supiera. Diríamos que un buen día, cerró la puerta tras de sí, y ese portazo sonó como un signo de admiración: abrumaba su normalidad. Vivía en la última casa del pueblo, y no tuvo luz ni agua hasta bien entrados los años ochenta. Se lo pusieron casi por decreto municipal, porque ella nunca hizo por tener esos lujos, habiendo cántaros, palanganas y carburos con los que iluminar la sopa de la cena. Como se fue sin avisar, y todavía no ha vuelto, la casa estaba gozaba del orden de una existencia que rodaba por lo cotidiano y el pasar de cada minuto. Podíamos ver, al cabo de los meses, como las ventanas cedían al ímpetu del viento, y la cama se encontraba hecha, y la silla de enea a los pies. Como si del asalto de los turcos se tratara, comenzaron a carcomer su colcha las polillas, y a posarse con desparpajo las urracas. 

Echando un vistazo tímido por la ventana del comedor, subiéndote un poco a la cerca de piedra ancestral, la conciencia podía recrearse con los pucheros rojos de mil cocidos, y la cenefa de lana que cubría una Gründig seguramente regalada. Resultaba fúnebre y radical sentir colarse las ráfagas heladas de viento alrededor de la mesa camilla, cuyas faldas ya habían sufrido alguna inundación pasada. Los misterios que ocultaban debajo abrían los postigos de la imaginación hasta el universo Lovecraft.

El musgo, la verdina, las aulagas, las hormigas exploradoras, los murgaños, los largos dedos de los sarmientos, habitaban la casa de María la hojalatera como huéspedes dignificados; como inquilinos al corriente de pago. Poblaron la alacena y probaron el arrope añejo de los botes de conserva; conquistaron sin asedio el humilde retrete, pues cuarto de baño sería darle oropeles inmerecidos, e hicieron introspecciones por los túneles del lavabo y del inodoro. Hace tiempo que nada orgánico recordaba a sus antiguos dueños. Ni la sangre, ni las heces, ni los torrentes dorados daban señales de vida sino que se habían alejado leguas, como aquellos ríos que eran las vidas que iban a dar al mar, que es el morir. Es una guerra diaria entre el pasado y el presente, entre el retrato de comunión sepia y los rayos de sol que se cuelan por el techo; el rumor de la banda de rodadura de los coches y la quietud del Cristo que resiste encima del cabecero del lecho conyugal.

Ajena a todo este ventisquero de melancolías y naturaleza, las ramas de la vieja parra del corral han atravesado el vientre de la casa e invadido la alcoba de la niña chica. Su voracidad, su inconformismo, han hecho que saque la mano tétrica y sarmentada hacia la calle, y amenace como un Demogorgon rural la estructura misma de la finca, creando una sensación de implosión hacia un universo paralelo de hojalatas, carrillos de la compra, faldas con lamparones, cargas de leña y de erotismo, carajillos que aguijonean el alma y finalmente, una desolación que resulta hasta reconfortante.

La casa de la carretera es un jardín cerrado para muchos, un patio abierto para unos pocos, y al fin y al cabo, un eje alrededor del cual puede pivotar el concepto vivo de la civilización 


y hasta el copón bendito.

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