EXTRARRADIOS Y DESCAMPADOS. ECOSISTEMA COLEGA FRENTE AL PATRICIADO URBANO. PERCEPCIONES SUBJETIVAS.

 


Madrid, madrid, madriz. En Méjico se piensa mucho en ti, y también te pienso yo, casi todos los días. Te discurro, te reflexiono y a veces te siento, aunque reniegue de tu existencia, me produzca pereza visitar tus calles, o me refugie en el poblachón de San Fernando, al abrigo de tus tiranías y de tus atascos.

Hay mucho Madrid en mí, y lejos de apartar la vista de ese sarpullido de sensaciones, quiero hacer de tripas, corazón, y analizar el porqué de sus atractivos y sus crueldades. Conste que, de Atocha para arriba me es bastante ajeno, agreste; la mezcolanza nunca me arrebató, aunque alguna vez visitara tu Plaza Mayor para trasegar Voll-Dams y bocadillos de calamares. Para mí, los edificios semi-señoriales de la calle donde reinó Consulado, por ejemplo, suponían un límite psicológico a lo amable, a lo controlable; más allá estaba algo parecido a Nueva York, Brasilia, Mordor. La delgada e irregular línea que deja ver el cielo, entre los fríos zaguanes de pensiones, los ventanales añejos desde donde fluye “ese olor a guiso y a gato nonagenario” y la punta de las acacias, nunca podadas convenientemente, se ahoga, a chorritos de carajillo, mi veta vallecana. Hay un descansillo en esta paranoia subjetiva, que es la plaza de Jacinto Benavente, donde las Gárgolas ofrecen una tregua razonable, y el Teatro Calderón ejerce de faro avisador ante los terrenos patricios del centro de Madrid. Patricios por incólumes y elevados; bien es sabido que el crápula, el vividor, alguna meretriz superviviente de aquella gloriosa generación de los ochenta, el médico de venéreas o el viejo catedrático de griego, venido a menos, de lúgubre despacho, sobreviven en este puzzle de personajes satíricos y dramáticos, mezclados con vanguardias comerciales pasajeras, churrerías a la americana, cienmontaditos y tiendas de bandera arcoíris.

Al norte (el edificio del Ruedo, de Sainz de Oíza, se levanta como un barco de inmigrantes, atestado de lumpen y aromas de barrizal y hoguera, reminiscencias del Pozo del Huevo, terreno familiar donde he pisado más de una vez, la frontera de mi Misisipí particular) reinan las filas y las frondas de las torres de la avenida Donostiarra, tremendas colmenas de liliputienses, afanadas sus obreras en sus proyectos de vida y sus miserias. Cada balconcillo un color, cientos de identidades donde la Conce se ha dotado de vida propia. Debajo, la tienda “Bikila” analiza los pies de los corricolari desde los años noventa. Allí planté yo los pinreles, pero solo una buena tarde de mes de marzo, y me diagnosticaron como pronador con visos de ir a peor. Extrarradios de transistor y pipas, en esas tardes donde todavía el fútbol era fútbol. Más allá, las tierras baldías de la avenida de América, y haciendo la curva de ballesta de nuestro particular Duero, bisbisea la M-30, Costa Rica, el Madrid patricio, y por algunos momentos, exquisitamente burgués y militar. Aquel que no haya sentido la calma de los chalecitos de Caídos de la División Azul, es que no tiene poros o la lucha de clases le ha embebido las meninges.

Seguimos culebreando por ese Madrid de clínica particular y profesiones libres, de rojazos y de profesores de la Uni, donde Umbral se dejaba el cuello en los vaivenes de los Simcas, cuando  iba de guateque en guateque, y en medio alguna parada en Boîte, casi siempre en palacetes con gárgola y contraseña canalla. Siempre hubo olor a cerrado y a vapores de resaca por la calle Cartagena, y a madrid de mercado y casquería en la Guindalera. Todo esto, aunque ajeno a mí, como dije, pero atrayente y magnético, se aleja del concepto de extrarradio y me ha calado siempre, de pura curiosidad, hasta los huesos.

Lo que bien se aviene a la definición, todo ello, figura de puertas hacia afuera de la M-30. Arrabales, antiguos merenderos, Pitis, Chamartines de descampados humeantes, pisos del IVIMA o más aún de las UVAS de Hortaleza, cuyos racimos no eran precisamente de fruta apetecible, sino de baños compartidos y corralas semi calés. Edificios del típico ladrillo rojo setentero en las casas de La Elipa, en calles de nombre burocrático, pero de alma obrera como Corregidor Diego de Valderrábano (lo ubicaría en la glorieta de Rubén Darío por lo rimbombante), del aguerrido y viejo Vicálvaro, de calles achatadas, dignificado por el Cuartel de Artilleros, y paganizado por el Barrabás. Minis, Fortuna o Ducados, y te vas. Las rotondas de los años sesenta, de los planes de desarrollo, fueron luego adhesionadas a parques de yonkarras y fuentes prohibidas, donde convivían los detritus, los niños de pellas y los viejos prejubilados. Ya no quedan parques como los de Vallecas o Vicálvaro, solo quedan las torres del constructor Pérez Niño y las casas chalet de Entrevías, entre las que se jugaba a clavar el destornillador, o donde poníamos pesetas en las vías del tren.

Allí abundaba el estraperlo de vacunas, y luego, pasado el Parque Forestal de Entrevías, los nuevos ricos se jugaban el tipo para ir en taxi a pillar en La Celsa. Nuevos tiempos que no vienen en los catálogos de arquitectura. Chabolas con máquinas de marcianitos en la puerta, sin licencia de velador ni peaje por utilización de la vía pública. Suburbios y ciudad sin Ley.

Hablábamos antes de las colmenas del barrio de la Concepción. Abigarrado espacio diseñado por José Banús, el del puerto, pero también de Sainz de Oíza y sus Torres Blancas brutalistas y organicistas. Ahora se construyen edificios feos pero con premio, como en las fiestas de pueblo. Emerge en Sanchinarro un grand Prix de avionetas, en un edificio con hueco por dentro, famoso ya por ese hueco inverosímil, o el Eco Bulevar del Ensanche de Vallecas, como una noria de lechugas que rinden homenaje a la Agenda 2030, sin reparar en ridiculeces exponenciales. También reinaron por un día las viviendas sociales de Carabanchel, premio Pritzker más bien “Pringles”, con defectos de construcción, pero vanguardista en clave reventona. Ver para creer, y más bien para poder vivir. Siempre me llamó la atención un edificio en la linde entre Retiro y El Puente de Vallecas, premiado también, pero debe ser como palomar, o como almacén de aperos de peón caminero. Lo dicho. Es increíble, vive gente allí, los inquilinos sacan como pueden sus macetitas por unas ventanas que parecen respiraderos de cárcel en Mad Max.

Vuelvo al lecho de barrio y me acuno en las tablas del Monte Igueldo como calle. Allí no queda nada de lo que fue, de las vaquerías, tiendas de curtidos, ultramarinos con arenques, boterías y tascucios de chato y suelo lleno de boletos. Construcciones reales y mentales donde se criaron Los Chunguitos y donde Ángel Nieto invertía sus primeras ganancias. El extrarradio que un día fue solaz de la gente con posibles del centro, donde abundaban los merenderos, los “tablaos” flamencos, las plazas de toros, todo ello separado por descampados de amapolas de opio y estramonio. Rivalizando con Marcelo Usera, con Pan Bendito, con Caño Roto, con Villaverde y San Blas. La primera división de chorar plumas y Converse y luego velar las armas y el botín en un edificio subvencionado por el primer Madrid de Leguina. Ya no se ve pasar a Paco Laguna o a Fortu por el apeadero de cercanías, ya el viejo edificio del Cine Manchego no levanta su terraza en el borde de la Huerta del Hachero. El urbanismo de los descampados está muy lejos de los planes de Cerdá o Le Corbusier. Aquí se levantaban las viviendas, al calor de las chascas y del trabajo de los extremeños o manchegos. Madrid, madrid, con mayúsculas y en digna minúscula. Ecosistema colega que como matrioskas, un futuro de megaciudades nos puede llevar, como piedra tirada al río, y en círculos concéntricos, hasta Toledo. Si no, al tiempo.



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