Humo en los andenes


Otra vez se dibujó la línea del horizonte delante de ella. Pero a diferencia de aquella primera aparición, años atrás, que fue como la visita de un ángel, esta vez el acontecimiento brotó como una bruma incierta que ocultaba la luz de un futuro por construir, el ánimo en horas bajas y el rumbo a un destino desconocido. Parecía que estaba predestinada a emigrar cada cierto tiempo y establecer relaciones con fecha de caducidad, sin raíces. Pero el paso de los años ya había hecho mella en la fortaleza de su resistencia, y el cierre de las cremalleras provocaba esta vez que alguna lágrima asomara por el quicio de sus ojos.


Sylvia no era de las que echaba la vista atrás. No lo hizo la primera vez que abandonó la casa de sus padres. Era todo ansia de futuro, avidez de caras nuevas y de aires extraños. Otras se fueron mucho antes, movidas por las ganas de hacer algo de dinero y de comprarse un coche que no tuviera que pisar barro y llevar alpacas de paja. Ella tuvo un sentimiento repentino de desapego hacia todo lo que había conocido hasta ese momento y quería darle todo el amor que le sobraba al mundo que se iba a encontrar fuera del recinto de su adolescencia. Sylvia era la niña rubia de un padre que tuvo hijos siguiendo la cadena gris de la costumbre, como encontrar trabajo o casarse, desprovisto del más mínimo sentimiento, como el que cumplimenta un trámite. Cuando la puerta de la casa se cerró para siempre, su madre le daba vueltas a un ovillo de lana, con la mirada perdida y vacía, como había estado siempre. Por eso, Sylvia arrastraba con su maleta la desidia que iba dejando atrás, el aire estancado de una vida sin pulso que ella liberó con la estela de sus ganas de vivir fuera, siempre lejos. Fue la primera vez que divisó la línea del horizonte, la meta incierta que le acompañará siempre.


Parece que fue hace una eternidad cuando llegó al abarrotado andén de King´s Cross, desde el aeropuerto, aquel diecisiete de marzo. Un caos frenético de olores y de colores le dibujó una sonrisa en la cara; una sonrisa nueva. Deseaba memorizar todas las formas, las siluetas, bebérselas en un instante para poder fundirse con ese magma tibio de viajeros apresurados. Sus pupilas nunca se movieron tanto como aquel día. Llegó a la pensión con aquel abrigo naranja, de tono apagado, como la vieja Europa desde donde venía, con su pelo rubio natal que brillaba contrastando con las paredes de aquella vieja escalera. Cuantas veces ha agradecido aquel recibimiento anónimo en Londres y aquella habitación que olía a vida propia, a independencia mezclada con trementina y lejía.


Por la mañana se levantaba y contaba el dinerillo que le iba quedando, guardado en un bote de gasas vacío. Se metía unos billetes en el bolsillo y salía a la calle para fundirse con ese caos maravilloso y sentirse tan viva como toda esa gente que cruzaba las aceras y hablaba en lenguas raras e interesantes. Aquella sonrisa nueva de la estación se acomodó en su cara y le sentaba muy bien; fue una de sus primeras adquisiciones en estas tierras extrañas, una de las pocas que le saldrían gratis. Entraba a las tiendas, a los restaurantes y hablaba con los dueños o los encargados, y pedía trabajo. Era una época en la que la vida se abría en cada recodo de la ciudad y no faltaban las oportunidades. A los pocos días entró a formar parte de la plantilla de Nimans, un supermercado donde pasó, quizá, la mejor época de su vida.
Recordaba estos momentos y se acunaba en ellos para evitar sentir el frío que se apoderaba de ella, cuando traza el camino a la inversa, y los colores se van diluyendo. Ya no siente el abrazo de aquel caos maravilloso en el que se fundía cuando llegó, cansada, de tierras lejanas. Enfrente, la estación, permanece como un cadalso del que ella tiene que escapar con las fuerzas que le queden intactas. King´s Cross como lugar de catarsis de la alegría y del abatimiento. Allá se alzaba su torre pétrea e impersonal, mientras los pasos de sus tacones la iban acercando irremediablemente a una incertidumbre que esta vez era más incierta que nunca.
Le vino al pensamiento, como un pájaro perdido, aquella ocasión en la que, a punto estuvo de perderlo todo. En una calle sin alma, después de que Christian le hiciera sentir el placer por primera vez, la oscuridad albergó a unos desconocidos que intentaron quitárselo todo, y ella se revolvió, rebelándose contra la injusticia y logro gritar tan alto que los fantasmas se desvanecieron. Cómo no pensar en todas aquellas tardes en las que sus compañeras de piso compartieron con ella, mesa, mantel y cafés que se prolongaban hasta bien entrada la tarde, y se iba con el regusto de la amistad en la boca para abrir el segundo turno en el trabajo. Nunca se había sentido tan viva ; el pelo rubio más resplandeciente que nunca, y los colores de su ropa que saltaban con cada giro de su falda y el gracejo que destilan treinta y pocos años. Se acuerda ella de abrazarse a sus novios y ver en sus ojos también la soledad de los que han emigrado, y tenerse el uno al otro sin necesitar nada más, sin acordarse de que hubo una aldea de la que partieron un día y una familia que seguía haciendo y deshaciendo madejas de lana con la mirada perdida. Ahora recorre aquellas calles donde las tiendas ya no existen, en las que se ha cebado una crisis que tiene visos de ser eterna. El videoclub que languidece y donde descubrió la comedia y el drama, los documentales que se llevaba a su casa y que veía por la noche. La carnicería donde compraba la ternera para preparar “Gulasz”, y de la que ahora solo queda un escaparate vacío y unos carteles que cuelgan como reses muertas. Era como recorrer un cementerio estático del que había que huir para no quedar atrapado. Esta vez ella no puede sentir aquella chispa que servía como detonante para seguir adelante. Ahora la maleta le pesa un quintal, como si en ella viajaran, embutidos, todos los recuerdos de los tiempos de esperanza, de sonrisas nuevas, de pasos adelante que puedan ser desplegados en otro sitio. Esta vez se ha sentido flaquear, y eso le da miedo. Aquellas amigas con las que convivió tantos años han tenido que buscar también otros caminos, y Sylvia guarda en su cartera sus números de teléfono para quedar con ellas si el azar las deja cerca. Tiene el papelito bien guardado, cerca del corazón, como si fuera un tesoro valioso, junto con los billetes del último finiquito, que reposan todos juntos como un legajo melancólico. Melancolía. Ella intenta huir de ella porque ahora le hace más daño que nunca. Sabe que ya no tiene veintidós años y que le va a costar más que nunca poner el cartel de vecina nueva en el buzón de cualquier ciudad.


Cuando llega a la estación quiere tomar un último café y sentarse para descansar. Por un momento le gustaría pensar cual va a ser su destino, pero ella, que nunca miró para atrás cuando se fue de aquel pueblo acabado, tampoco quiere mirar hacia delante para planificar y temblar. Nunca lo hará. Dos mesas más hacia el fondo pudo ver un rostro conocido. También lleva una maleta atiborrada de recuerdos, remendada. Necesita hablar con él para encontrar una vez más una soledad en los ojos de alguien, y calmarla con su voz tibia y la visión de un pelo rubio que brilla más que la ropa. Como si el tiempo se hubiera parado, camina Sylvia hacia el fondo de la cafetería pisando con sus tacones, papeles sucios sobre ofertas de trabajo y saldos de liquidación. El rostro conocido es el de un compañero de aquella vida reciente en el supermercado que también se va aprovechando que el dinero del despido sirve para subsistir hasta encontrar algo nuevo en otra parte. Comparten toda la tarde sin darse cuenta que no han sacado billete para ningún destino. Sólo se cuentan historias y comparten un paquete de cigarrillos hablando sobre lo incierto, y quizá compartan el propósito de buscar juntos una nueva línea del horizonte que sonría como el sol cuando se pone detrás de las montañas, o cuando aparece al día siguiente por detrás de las otras sierras, con fuerza veinteañera. Sylvia sonríe, y las volutas de humo de su mano nerviosa se escapan de aquella escena retorciéndose en danzas macabras, mirando aquella escena en la que dos supervivientes se sostienen el uno al otro como a los restos de un naufragio. Al final, la chispa olvidada se prende sin que nadie se percate.

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