ESCENAS EN UN PARQUE




El tiempo venía revuelto, y su hija le abrigó bien antes de que saliera de casa. Hacía tiempo que no se ponía ese abrigo recio, pasado de moda, pero eficaz como ninguno contra el relente que se cuela hasta los huesos en esta época del año.
Funcionario jubilado de los tiempos en que el color gris era el tono de pantoné oficial. Cuarenta años gastados frente al carro de una olivetti acorazada que marcó miríadas de papeles con otros tantos ríos de tinta negros, impersonales. Viudo desde hace diez años. Los únicos recuerdos de su mujer cabían en una pequeña caja dorada que guardaba en la mesita de noche, prestada, en la casa de Matilde, su única descendiente.
Como todos los días, bajaba al parque de un barrio artificial, una ciudad dormitorio cualquiera que, para él, era casi cementerio. No había nada que le uniera a estos árboles, ni a estas calles, ni a estas gentes. Atrás quedó su casa en el corazón de Madrid, donde todo también ha perdido aquel olor a puchero, al arenque de ultramarinos, al hogar.
Pero, pese a todo, a este hombre, cuyo cuerpo ya había perdido todo el esplendor de los años dulces, albergaba una mente donde resplandecía la lucidez y la certeza que los años dan a la vida, una “gnosis” que reconducía su energía y le hacía andar con paso firme, sereno. Toda una construcción minuciosa del espíritu, forjada con los sillares de la lectura, de la filosofía, de la personalidad.
Se dejaba hacer. Permitía que su hija adoptara frente a él una actitud “paternalista”, eligiéndole la ropa, estableciendo horarios e itinerarios, pero con un paraíso particular: una habitación, un libro, un papel y algo para escribir.
Cuántas veces se lamentó de no haber comenzado a “cincelarse” antes. Cuántas tardes perdidas frente al televisor, o acodado en la barra de un bar. Pero, inmediatamente después de lamentarse, daba gracias por haber descubierto el gran universo del saber humano, a pequeña escala; a su medida.
Se sentó en un banco, y con la punta del bastón, cada vez que pasaba una persona, golpeaba el suelo levemente. Era un acto reflejo, pero en su condición de observador, tenía sus propias manías. Tenía controladas a las abuelas que bregaban con sus nietos en los columpios, y se irritaba con su rutina y sus manías. Conocía a los empleados del ayuntamiento que limpiaban aquel recinto; sus eternos reproches, sus batallas salariales. Se entretenía con el frenesí de los repartidores de mercancías, siempre apresurados, hiperactivos. En aquel pequeño engranaje del mundo, el anciano sentado en el banco era el eje alrededor del cual todos los fenómenos giraban. Era un “sensor” humano, y con cada golpecito en el suelo ponía en marcha este carrusel de cotidianeidad donde cada detalle era un regalo para sus ojos.
Esa mañana, esperó que se levantara el telón de la vida en el parque. Se acomodó en su banco, en el lado derecho, como siempre. Puso un periódico como improvisado cojín, y colocó el garrote como lo hacía siempre, con la punta haciendo palanca contra la tierra hasta que un transeúnte cualquiera le hiciera cumplir con el ritual del toque seco. Quizá este gesto sea una reminiscencia contable de los años que pasó en el Ministerio, pertrechado de visera y manguitos.
Una niña se acercó, jugando, a los alrededores del anciano, y como un corzo tímido, se paseaba sin sobrepasar la línea invisible de su propia prudencia, que quedaba más o menos a dos metros de donde estaba el banco. Este gesto le producía al viejo unos momentos muy agradables, y la sinceridad brutal que desprendían los ojos de la pequeña algunas veces le dejaban sobrecogido.
Con el paso de los días, parecía que estaba perdiendo el miedo. Y con cada micra de tierra que conquistaba, el viejo se recreaba en el convencimiento de que los niños son los seres más bellos del mundo. La profundidad oceánica de su mirada, sus increíbles pupilas, se fijaban en él fugazmente, y lo que hace unos días era recelo, hoy se iba tornando en cálida inocencia; vergonzosa sonrisa.
Por fin se acercó hasta él. Había esperado tanto ese momento, que tener su trémula figurilla delante de él le pareció un acontecimiento. No tenía nietos, y nunca había sentido ese escalofrío recorriéndole la espalda, y el alma. La pequeña alargó su mano, tan blanca, hacia el hombre, y éste, sintiéndose tan vulnerable como la pequeña, dudó un momento. Carraspeó; echó hacia atrás su garrote, y alargó la suya hasta tocarla suavemente.
Comprobó, maravillado, el asombroso contraste entre la carne joven, inmaculada, rebosante de vida, y su piel, dura, consumida, como un manojo de sarmientos. Se le agolparon en tropel todos los recuerdos de la infancia en los estrechos postigos del subconsciente. Las imágenes en sepia, ajadas, volaban en caprichosos remolinos mostrándole la mano de su padre, la suya, el suave regazo de su madre, los olores intensos de la siega, la tierra mojada del campo. Se quedó perplejo. Parpadeó unas cuantas veces. Y cuando se quiso dar cuenta, la niña recorría con un leve trote el camino que le separaba desde el banco hasta las rodillas de su abuela, que metía y sacaba cosas de su bolso, como si buscara algo.
La garrota había arrancado un surco a la tierra y pendía en un extraño equilibrio de la pierna de ese que soñaba despierto. Como un ancla que desgarra la carne del fondo del mar, su espíritu había levado las raíces que le ataban a este mundo para darle la certeza de que el verdadero viaje, donde se juntan las aguas de la juventud con los vientos añejos de la vejez, es aquel en el que se regresa siempre a uno mismo. No le había pasado nunca una cosa semejante. Alguna vez leyó que algunas ciertas leyendas orientales contaban que cuando la materia nueva y los elementos antiguos entraban en contacto, si sobre ellos se había posado una mota de polvo divino, lo joven transitaría por la vida con pureza, y lo viejo quedaría limpio con humildad.
El viejo se levantó del banco de una vez, sin un quejido ni sombra de duda. Enfiló la calle, dejando el periódico en el sitio donde había estado sentado, aleteando por el aire que se levantaba por la tarde, como una tímida despedida. El día se estaba poniendo plomizo, grisáceo. Ese color se iba comiendo a los demás según pasaba por todos los rincones de la ciudad, apartando el sol como un brochazo y derramando las primeras gotas que arrancaron a la tierra el olor que todavía le queda de aquellos años, cuando era siembra y espigas.
Al día siguiente lucía un sol resplandeciente. Más o menos a la misma hora, una abuela y su nieta se acomodaban en el parque, sacaban sus bolsas y cachivaches para merendar.
En un descuido de la anciana, la niña se alejó unos metros y fue a parar al banco que se encontraba enfrente. No había nadie. Los ojos de la pequeña escudriñaban la madera como buscando a un señor mayor que se hubiera hecho pequeño, minúsculo. No encontró nada. Su abuela la llamaba con desgana, con un trozo de plátano en la mano, mirando a su alrededor sin fijarse en nada en concreto. La pequeña, sentada en la arena, jugaba metiendo el dedo en una muesca del suelo, relatando en su extraño idioma.
A partir de ese día, eran otros los que ocupaban aquel asiento, en el lado derecho. Parejas, jóvenes que bromean en pandilla, algún obrero que almuerza y deja volar sus pensamientos. Peones en el tablero de la existencia depositados allí, buscando la salida a su laberinto en un barrio cualquiera, insulso y sin personalidad. De vez en cuando, la sombra de un hombre apocado se intuye en aquellos rincones, y después del crepitar de las piedras tras los pasos, un sonido seco de madera quiebra el silencio como una caricia, al paso de la gente.

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